Hoy la gente se arremolina en torno a una mesa donde una figura pequeñita estampa su firma en un libro como si fuera el final de la carta a una amiga. Hoy estrechamos vínculos invisibles con quienes nos emocionan sin ser vistos. Hoy rendimos homenaje a quienes firman los libros que escriben. Hoy sería algo así como el día del libro, pero como los libros no tienen ego lo hemos transformado en el día de la autoría, o como dicen, del autor.
¡Ay, la autoría! ¡Ay, el sujeto! Dicen
que Borges fue a dar una conferencia sobre Shakespeare, de quien no
sabemos si existió ni quien fue en caso de haber sido
quien se dice que era. Los expertos han publicado cientos de obras
sobre el tema, y la conclusión sigue siendo la misma: sabemos tanto
de Shakespeare como de Homero o Lao Tse, es decir, nada. En nuestro
afán de dar forma a un sujeto detrás de toda acción, intentamos
construir biografías coherentes. Tanta genialidad no puede salir de
un don nadie, y necesitamos saber quién es el genio detrás de toda
gran obra.
Algunos eruditos apuntan, desde un punto de vista
sorprendentemente contemporáneo, a la obra colectiva. Mientras
tanto, Hamlet y Ulises nos siguen hablando a través de los siglos y
seguimos deslumbrándonos ante la sabiduría del Tao para expresar
sentimientos humanos milenarios. Por el contrario, sabemos, o creemos
saber, casi todo sobre Borges, entre otras cosas, que era un ciego
erudito estudioso de Shakespeare. Cuenta el director de teatro Jan
Kott que en aquella conferencia, Borges se situó en el estrado
ayudado por dos hombres y se situó frente al micrófono:
“Todos los presentes se pusieron de pie, en una ovación que duró
varios minutos. Borges no se movió. Por fin, los aplausos
terminaron. Borges empezó a mover los labios. Desde los altavoces
salía apenas un vago zumbido. En ese monótono zumbido apenas podía
distinguirse, con muchísimo esfuerzo, una sola palabra, que aparecía
una y otra vez como el grito repetido de un barco lejano, ahogado por
el rumor del mar: 'Shakespeare, Shakespeare, Shakespeare...' El
micrófono estaba demasiado alto, pero nadie en la sala se animaba a
acercar el micrófono al ciego y anciano escritor. Borges habló
durante una hora, y durante una hora sólo esa palabra repetida,
'Shakespeare', llegaba hasta los oyentes. En el transcurso de esa
hora nadie se levantó ni dejó la sala. Después de que Borges
terminara de hablar, todos se pusieron de pie y le brindaron una
ovación que pareció interminable”.
Si aplicáramos a otros aspectos de la existencia esta obsesión por el sujeto que suponemos detrás de toda obra, quizás diéramos un giro radical a nuestro concepto de justicia. Se me ocurren, por ejemplo, cuestiones de ética política sobre la responsabilidad por la autoría. ¿Quién es responsable del genocidio armenio? ¿Un hombre, un gobierno, una nación, una alianza internacional? De momento, nadie. Aunque su obra ha sido duradera y colosal, nadie quiere hurgar en este tipo de autorías. ¿Se imaginan un día de firmas con grandes responsables de las desgracias de la humanidad? Eso sí, sin dragones... Ahí sí que no me importarían las aglomeraciones...
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